Lo vi de pasada mientras entraba de prisa al supermercado. Estaba allí, casi escondido detrás de un árbol, como si se ocultara de algo o alguien. Me di cuenta de todo esto cuando, saliendo, me topé con él, y lo tuve delante. Yo ya había preparado dos euros para él, pero me sentía mal cumpliendo el rol de “donante” que regala una monedita al “mendigo”. ¿Acaso no somos hombres los dos? A lo sumo con diferente suerte. Me surgió espontáneamente, mientras le daba el dinero, presentarme: “Hola, me llamo Gustavo, ¿y tú?”. “Kevin”, respondió con voz tímida. “¿Tienes algún problema?”, pregunté. Tras un momento de silencio –después comprendería que no entendía bien el idioma– , “No, está todo bien”, me respondió. Pero yo no me quedé convencido y lo interpelé una vez más: “Mírame a los ojos y dime si te pasa algo”.
Nuevamente: “todo bien” fue su respuesta. Pero mientras me marchaba hacia el coche, oí su voz: “Sí, tengo un problema; quiero trabajar”. Le di la mano, como signo de comprensión y me fui llevándome en el corazón su mirada y su dignidad herida. Pero antes nos intercambiamos los celulares, no quería perderlo. Así nos hicimos amigos, más allá de la lengua y de la diversidad cultural, Kevin y yo. Un encuentro de personas, cada una con su propia dignidad.
Desde ese día me esforcé de varias maneras para ayudarlo a superar la barrera del idioma. Por más que sus documentos estuviesen en regla, no era realista pensar que pudiera encontrar un trabajo si no conseguía expresarse y entender. ¿Cómo se lo decía sin conocer su lengua y viceversa? Recordé, entonces, a un amigo que viene de su tierra y le pedí si podía ser mi intérprete. Nos encontramos así, con traductor y cerveza, en el bar frente al supermercado para conocer su situación.
“Recuerda, Kevin –le dije cuando nos despedíamos–, que ningún trabajo es pequeño si se hacer por amor. Tú no estás aquí para pedir, sino para ofrecer una ayuda a quien la necesita, llevar la bolsa de sus compras, encontrarle estacionamiento o simplemente un carrito libre. Dios te ama inmensamente, a ti, a mí, a todos. Ahora empezaremos a “golpear” juntos, como nos lo enseña el Evangelio, para que se abra alguna puerta. Pero mientras tanto éste es tu trabajo, hazlo con la frente alta, sin perder tu dignidad”. Esa noche me llegó su mensaje por whatsapp: “ Buenas noches Gustavo, ¿cómo estás? Espero que estés bien junto a tu familia. Gracias por lo que estás haciendo por mí. Dios te bendiga porque te estás ocupando de mí. No veo la hora de encontrar un trabajo de verdad, pero mientras tanto haré como me dijiste, manteniendo la mirada alta y limpia. Hasta pronto”.
Tuve que usar el traductor de google para entender el mensaje y contestarle: “Estimado amigo, gracias por tus saludos. Hoy he buscado informaciones sobre cursos gratuitos de lengua. Espero pronto poder darte buenas noticias”. En los días que siguieron hice la experiencia, ya conocida, de lo difícil que es ayudar a alguien. Por algún motivo que aún no entiendo prevalece siempre la “mega-burocracia”. Pero he tomado la decisión de no bajar los brazos, ayudado por otras personas dispuestas como yo a hacerse prójimos de Kevin. Ahora no estoy solo y él tampoco lo está. Mañana empezarán sus clases de idioma, un primer paso para poder encontrar un trabajo y así lograr enviar un poco de dinero a su esposa y a sus dos hijos pequeños que han quedado en el país natal. ¡Ojalá que un día puedan reunirse! Así lo espero, amigo Kevin.
Gustavo E. Clariá
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