Esther y Tom

Ella Māori y Tom de orígen irlandés y escocés. Los encontré en Wellington, capital de Nueva Zelanda, a principios de año. Una historia, la de ellos dos, que desmiente el principio de la incomunicabilidad entre culturas muy diferentes.

Con Esther y Tom en su casa de Wellington

Hijo de madre irlandesa y de padre escocés, Tom tenía 26 años cuando llegó a Nueva Zelanda, un archipiélago adonde antes había arribado el pueblo Maori, y habían seguido luego numerosas migraciones, que hicieron de ella un país multicultural. Llegó allí con uno de los vuelos low-cost que los gobiernos británico y neozelandés ofrecían a jóvenes dispuestos a quedarse por lo menos dos años en tierras de ultramar. Esther, en cambio, es Maori y es la mayor de 13 hermanos. Los dos se conocieron en una discoteca y fue un amor a primera vista. “Nunca noté que veníamos de dos culturas distintas”, afirma Tom, “Y no le hice caso al hecho que él fuese blanco”, replica ella. “Cuando la vi simplemente me enamoré”, concluye él. Las complicaciones llegaron después, cuando anunciaron a sus respectivas familias que querían casarse. La madre de él le habría de recordar que no hubiera podido llevarla a Inglaterra, porque no era blanca; y tampoco la abuela de Esther veía de buenos ojos su relación con Tom. Había elegido un hombre para ella, como ya lo había hecho para su hija, la madre de Esther: las tradiciones en la comunidad Māori son fuertes y difíciles de transgredir. Sin embargo, tras el shock inicial, los padres de Tom aprendieron a querer a la nuera Māori y él también fue bien recibido por la numerosa familia de Esther. De común acuerdo, los hijos fueron bautizados y educados en la Iglesia Católica a la que pertenecía Esther y a la que Tom sentía el deseo de acercarse. El primer contacto con los Focolares se dio en 1982 a través del padre Durning, el catequista de Tom, un sacerdote escocés, misionero en la comunidad Māori. Los invitaron a transcurrir un fin de semana con las focolarinas, y entonces Esther y Tom fueron con sus hijos y con un poco de ansiedad. “Me esforzaba por leer la Biblia –recuerda Tom–, pero no le sacaba mucho provecho. Me impresionó una frase que una de las focolarinas dijo: ‘Trata de vislumbrar la presencia de Jesús en todo aquel que pasa a tu lado’. Le respondí que si ella hubiese conocido mi trabajo, en el ferrocarril, habría estado de acuerdo conmigo de que eso no era posible. Era un ambiente difícil, pero ella insistió. Entonces lo intenté y mi fe cobró nuevas fuerzas y encontré lo que buscaba: la posibilidad de que fuera una fe hecha vida”. En su primer Mariápolis, el encuentro anual de los Focolares, Esther y Tom se encontraron escuchando a gente que compartía sus experiencias y vivencias personales a la luz del Evangelio y quedaron impactados por ello. “La nuestra, sin embargo, no era una experiencia simple de contar –explica Esther– porque Tom había empezado a beber, una costumbre que había adquirido en su trabajo”. “Una noche, mientras estaba por tomar una cerveza –sigue Tom– Esther me preguntó qué estaba por hacer. Entendí que no podía seguir así; tenía una esposa y cuatro hijos. El alcoholismo estaba destruyendo mi familia, por lo tanto decidí dejar de beber”. La vida de una familia como la de ellos no era nunca monótona y sucedía que, cuando superaban un desafío, enseguida se les presentaba otro. Fue entonces cuando, a raíz de un accidente, Tom tuvo que dejar de trabajar y decidieron intercambiarse los roles: “Esther iba a trabajar y yo me quedaba en casa cuidando a los niños”, cuenta Tom. “Tuve que aprender a hacer muchas cosas y también el difícil arte de amar en mi casa. Para los amigos nuestra opción era completamente a contracorriente y no podemos decir que no haya habido obstáculos, pero a pesar de los altibajos, siempre nos mantuvimos unidos. También cuando tenemos puntos de vista distintos, o cuando me fijo en una idea. En esos momentos recuerdo que Chiara Lubich nos enseñó a ser los primeros en amar, a pedir perdón y a no perder el coraje de amar”. “Desde hace 46 años la espiritualidad de la unidad se ha vuelto nuestro estilo de vida cotidiano” –concluye Esther. “Entendí que Dios nos dio una vida bella, nos mostró una meta alta y nos donó la fidelidad para alcanzarla; ahora nos toca seguir adelante”. Gustavo E. Clariá

2 Replies to “Esther y Tom”

  1. Bellissima storia. Davvero non ci sono limiti se viviamo “l’arte di amare!”

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